XXIII Domingo del Tiempo Ordinario
Isaías 35:4-7a | Salmo 145, 7. 8-9a. 9bc-10 | Santiago 2:1-5 | Marcos 7:31-37
“Quien escucha la Palabra de Dios puede y debe comunicarla y transmitirla a los demás, a aquellos que nunca la han oído, o que la han olvidado y sepultado bajo los problemas espinosos y los engaños del mundo” – Papa Benedicto XVI
En la época del evangelio de hoy, la sociedad expulsaba a quienes tenían algún tipo de impedimento físico y los consideraba desiguales. Jesús trasciende las fronteras culturales y sociales de dos maneras.
Primero lleva al hombre y “lo apartó a un lado de la gente”. El acto de apartar al hombre demuestra la necesidad de abrirse espiritualmente. Muchas veces estamos demasiado ocupados, indiferentes, cerrados, y no podemos oír la voz del Buen Pastor. Nos rodeamos de demasiadas distracciones que pueden llevarnos a una sordera espiritual. El Señor aparta al hombre de la multitud, mostrando con el ejemplo la necesidad de alejarse del ruido de la vida cotidiana que nos impide escuchar la Palabra de Dios.
Segundo, “le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva” y le dijo: “’¡Effetá!’ (que quiere decir ¡Abrete!)”. Esta orden significa tanto una sanación física como un despertar espiritual a la palabra de Dios. En otras ocasiones, Jesús había hecho milagros en los que sus meras palabras bastaban para curar. Pero, aquí, vemos Su intencionalidad en la intimidad. Muestra su deseo de acercarse a nosotros en nuestras debilidades. A Jesús no le desaniman nuestras faltas.
Esto resume el mensaje del kerigma (la proclamación de la fe): que Jesús ha venido a curar, restaurar y redimir, permitiéndonos abrirnos y escuchar la Palabra de Dios que nos despierta a una nueva vida en Cristo.
¿Qué hábitos cotidianos nos impiden escuchar la voz del Buen Pastor?
¿Cómo puede llamarnos el Señor a apartarnos de la multitud para escuchar mejor su voz (por ejemplo, pasando tiempo en silencio, haciendo un retiro de silencio, dando un paseo al aire libre)?